Producciones del
Taller de Creación Literaria Municipal “Lobisones”, que, orientado
por la Profesora Gricel Milesi, se reúne los viernes a las 19.00 horas en
la sala de lectura de la Biblioteca Municipal.
De Neneca
Aguiar
La
mudanza
“A
mis soledades voy,
De mis soledades vengo
Porque para andar conmigo
Me basta mi pensamiento”
Me basta mi pensamiento”
Está
muy claro Don Lope de Vega, para andar solos basta el pensamiento, pero para
transitar por la vida “no es bueno que el humano ande solo”. Hay que salir y
encontrar otros ojos, otros latidos, otras presencias.
Ahí es
que nos topamos con algo que como dice Roberto Carlos: “¿Qué será? ¿Qué será?”,
algo que tiene magníficas pinacotecas, increíble literatura y muy buena prensa.
El enamoramiento. El amor, que es incendio, que estalla, que arrebata, que es
fuego, ilusión y fantasía, el cielo, un volcán.
Pero…
después del estallido, cuando la lava ardiente se desliza por la ladera, se cristaliza,
se hace roca y ya forma parte de la llanura, ahí el amor es prosa, es el amor
corajudo, que le hace gambetas a los desencuentros, a la rutina, a los
sacrificios y las penas. Esto es amor también, y del bueno.
Durante
nuestra infancia, sin televisión y poco diálogo para ciertos temas, la palabra
amor ni se mencionaba, perola entreveíamos como ternura, cariño, respeto, en la
familia, en los vecinos. Advertíamos el desamor también y el maltrato.
Aprendíamos con avidez, y del amor genuino mucho aprendimos un día de un hecho
en apariencia trivial.
En
nuestro tiempo de gurisas la calle Piedras era de tosca, no había
cordón-cuneta, pero sí una canaletas hondas, verdaderas cañadas cuando llovía.
Frente a los zaguanes, sobre esas cunetas, los vecinos construían puentecitos,
los había de madera, de chapas, de hierro; el nuestro era de
material (como si los otros no estuvieran hechos de
algún material también) pero así los llamaban a los de hormigón.
Cuando
llovía plegábamos barquitos de papel, a los que poníamos escrito nombres de
chicas y muchachos conocidos. Al escampar, nos tirábamos de panza sobre el
puente y uno a uno íbamos lanzando al agua aquellas naves del amor que salían
bamboleantes cuesta abajo; corríamos junto a ellas y veíamos cuáles iban más
cercanas, como parejitas. Al final, entre nuestros gritos y risas, cabeceando,
se perdían rumbo al arroyo Laureles.
En eso
estábamos aquella tardecita, sentadas en el puente, balanceando nuestras
canillas ociosas, cuando el traca- traca de un carro que se acercaba por calle
España nos llamó la atención. Se fue asomando un caballo grande, fuerte, que
tiraba de un carro quejumbroso al que le costó bastante pegar la vuelta en la
esquina; después el traqueteo se hizo más acompasado y retumbón mientras subía
el repecho.
El
carro agobiado venía cargado hasta el tope. Para no perdernos detalle nos
paramos. Los muebles tenían esos colores tristones que adquieren las cosas cuando
las humilla el tiempo; un ropero panzón atado con piolas se bamboleaba
resignado, una mesa patas arriba y dos sillas abrazaditas temblequeaban y había
bultos envueltos en cortinas viejas, cajas y baldes con cachivaches variados.
Estos trastos despedían un olor áspero a humedad y todo lucía en perfecta
orfandad.
El
carrero era el Maneco, a quien ya conocíamos, que nos saludó con un: - cuidado
la calle, chiquilinas – que nos importó tres cominos.
Fue en ese momento que los vimos: sentados en el
pescante, junto a Maneco, venían dos viejitos, mimetizados con los muebles, el
mismo color ratonil en sus ropas, las cabezas grises, quietos, silenciosos,
ella había tomado una mano de él entre las suyas y se las acariciaba como para
darle calor. Ella lo quiere, pensé.
Él ni
nos miró, ella sí y movió la cabeza con apenas una sonrisa. Balanceándonos
entre la pena y la curiosidad, corrimos a la esquina y nos sentamos en la
alcantarilla, porque por la traza de la mudanza esa gente iba al conventillo de
los Fiorelli, como se le decía en el barrio a una casa de inquilinato que
quedaba a media cuadra de la plaza Artigas.
Fue
así; allí se detuvo aquel traqueteo con un balancear amenazante del ropero
barrigón que se estremeció cuando Maneco saltó del carro.
El
pescante era alto; el conductor, enérgico, bajó casi a upa a los viejos y los
dejó apoyaditos contra la pared. Pronto salieron sus nuevos vecinos, buena
gente, comedida, que en un santiamén entró las pobres pertenencias de la
pareja.
Sentí
una cierta paz cuando no ví más los muebles, había algo de impudicia en esa
miseria.
Ya no
reíamos ni hablábamos; el desamparo de esos viejos dolía; no había un hijo o
algún nieto que los ayudara.
Se fue
el carro y ellos seguían en la vereda, junto a la pared. Se veía que a ella le
costaba entrar, aquella pieza seguro que era bajar un peldaño más en su
pobreza, quizás lloraba, no podía ver su cara. Él la abrazó, la conversaba, le
pasó la mano por la cabeza como bañándola de esperanza. ¿Qué le diría? Al fin,
ella asintió con una sonrisa tembleque y así entraron, abrazados, tropezando
con el primer escalón.
Pensé,
él la quiere también.
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